Se me pide escribir sobre el mayor problema u oportunidad de la actualidad panameña. Reflexiono sobre ello. Podría hablar de la inmigración desordenada que desborda hoy el istmo, hija de las crisis económicas y políticas del orbe. Pero eso no es nuevo: Panamá nació en medio de tumultuosos flujos de personas, a la par de la construcción de su canal interoceánico. Podría referirme a la desigualdad de los ingresos de quienes habitamos este país, un flagelo que ha disminuido muy lentamente con el tiempo. O mencionar la fragilidad de las leyes que nos gobiernan, tan señaladas por deplorables listas internacionales. Pero no. Creo que el meollo del asunto es que Panamá aún no se detiene, aún gira como un trompo sin hallar el sosiego de la estabilidad; Panamá es una niña que se resiste a madurar.
Siempre he pensado que las culturas mestizas tienen dos maneras de interpretar la imagen que les devuelve el espejo. El nacional socialismo sostenía que las naciones homogéneas estaban destinadas a un desarrollo armonioso. La armonía de lo igual, de la parálisis. Hay otra manera de ver el desarrollo. Imagínese uno que esté muy vivo. Yo lo compararía con una pollera.
Cuenta la leyenda que las primeras polleras panameñas fueron cosidas por esclavas negras. Nacieron de decorar los faldones interiores de sus amas. Resultaron tan vistosas que estas últimas comenzaron a lucirlas públicamente. Y como no podían ser acompañadas por sirvientas poco elegantes, las creadoras de la prenda las vistieron a la par de sus señoras, suavizando las diferencias sociales. Las polleras congo, una variedad del traje, se hace con diversas telas de colores que contrastan entre sí. La reina conga usa corona y otros símbolos que hablan de elevarse por sobre lo mortal. Hay en ellas colores del trópico y la sombra de un movimiento sin fin. Ambas vestimentas representan, desde hace muchos años, una panameñidad original que se recrea con el paso del tiempo. Nunca había reparado mucho en estas faldas, pero un día, me percaté de que eran como torbellinos en un lago que se estremece. Piénsese en lo siguiente: como la flor al girar o el arco iris, la pollera baila mezclando sus colores hasta hacerse un solo destello. Sus azules y rojos se vuelven morados; sus amarillos y colorados, naranjas; sus azules y amarillos, verdes. La pollera es un mestizaje que se aleja de su propio origen, el florecer que se abre desde una minúscula semilla. La empollerada es luna alrededor del hombre que se hinca y hace punto, mareante luz en torno a un eje enhiesto.
Así debe verse el desarrollo de Panamá, como una pollera que danza. Panamá es el centro de un rehilete con alas en las américas del sur y del norte, los continentes todos bailan en torno a él. Panamá nace de lo que no es Panamá. No es África, España, India, China o Israel, pero es el color que arrojan estas razas hechas espiral. Es un nuevo color, vivísimo color. La inmigración recibida, la inequidad y las leyes flexibles son las tonalidades que deja sus giros interminables. Para alcanzar el bienestar anhelado, hay que, primero, observar atentamente el ritmo del país, comprenderlo y asumir que es su realidad. Luego, se podrá cambiar la dirección en que da vueltas la pollera.
Este texto nace a petición de la revista noruega Samtiden Magazine (https://samtiden.no/), donde aparecerá en el idioma de su país. Habiendo apenas pasado el Desfile de las mil polleras me sentí contagiado por el tema de este traje folclórico. Me atrevo a publicarlo antes en español porque, de otro modo, los lectores en nuestro idioma no podrán conocer el escrito. En las fotografías hay dos modelos que me gustaría mencionar: Carmen Castro, esposa del Viceministro de Cultura panameño, Gabriel González (primera fotografía inserta en el texto); y Nilka Guadalupe Valdivieso, esposa del Ministro de Cultura panameño, Carlos Aguilar (segunda fotografía inserta en el texto). Todas las fotografías fueron autorizadas para aparecer por las personas pertinentes.