Panamá: interpretar la historia desde la gente
(por Eloy Fisher)
Eloy Fisher, quien es un dotado ensayista, profesor visitante de la Universidad Santa María la Antigua y becario Fulbright, escribió estas notas sobre mi libro «Panamá: el dique, el agua y los papeles». Disiente, incluso, sobre alguno de mis puntos de vista. Y esa era justamente el propósito, dialogar.
En la foto aparecen, de izquierda a derecha, mi persona, Rafael Ruiloba, Ariel Pérez Price, Alfredo Castillero Hoyos, Alberto Barrow y Eloy Fisher.
Introducción
En la representación teatral que Hamlet dirige dentro de su tragedia, quien actúa de rey advierte que “nuestras voluntades y destinos corren tan contrarias, que nuestros planes aún fracasan, nuestros pensamientos son propios pero sus fines, de nadie.” En la obra, el actor representa al fallecido padre del melancólico príncipe, y su lamento trasmite el reconocimiento que todos estamos sujetos a una tensión que humanamente nos define, como gente de carne y hueso… y quizás algo más: pesar de sentirnos como arte, únicos y sobresalientes en este plano terrenal, tal sentimiento es eso, una ilusión. Nuestras historias no son especiales, a pesar del milagro de la vida.
Esto lo reconoce una verdadera perspectiva humanista de la historia. Como diría el célebre crítico de Shakespeare, Harold Bloom, nuestra humanidad existe en un “exceso más allá de la representación”. Anclarla en lo místico implicaría dejar a un lado nuestra humanidad. Tampoco radica encerrarse en lo carnal, ya que nuestras vísceras son meras limitaciones fisiológicas que precisamente tratamos de superar con el desarrollo de nuestros mejores impulsos (y muy a pesar de los retrocesos de nuestros peores ejemplos). En toda obra teatral, y especialmente en Shakespeare, los personajes se desarrollan y no se descubren. En mi opinión, lo mismo aplica para un correcto entendimiento de la historia.
Por eso, agradezco la oportunidad de poder comentar el nuevo libro de mi amigo Carlos “Panamá: El dique, el agua y los papeles” que considero digno heredero de una interpretación crítica, literaria y humanística de la historia panameña. Hoy nos hacen falta estas perspectivas. A pesar de mis escasos conocimientos del tema, no leo un texto tan mesurado y profundo desde mis tardías lecturas del magistral “Tamiz de Noviembre” de Diógenes de la Rosa, el máximo exponente de la mal-llamada leyenda gris. En efecto, el libro de Carlos es una continuación sincera a la contribución de De la Rosa, un llamado a la cordura Y a la interpretación humanística de la más humana de las artes, esto que llamamos nuestra historia.
Por eso, mi objetivo será explicar la tesis de Carlos y su relación con “Tamiz…”, y el contraste que ofrece esta visión humanística, crítica e integral de la historia panameña con esas dos visiones contrapuestas que cada noviembre alzan la voz sin curarnos de espanto en el foro público. Dos leyendas que en vez de dar luces sobre quiénes somos los panameños, atizan el fuego sin ofrecer más claridad. Seguidamente, comentaré el uso audaz y exacto de dos de las tres metáforas que incluye Carlos en su libro ¿qué es eso del dique y el agua? (y dejaré a la imaginación su uso de qué significa eso de los papeles de Panamá). En este sutil juego intelectual de piedra, papel o tijera, Carlos explica el sentido de lo panameño a partir de una constante oposición. Con eso en mente, concluiré con algunos apuntes dispersos de lo que significa el libro de Carlos a la luz de la historiografía panameña y algunas reservas respecto a varios temas que surgen marginales en su texto.
Las leyendas.
Casualmente, recientemente tuve el placer de intercambiar con quien fuera mi antiguo profesor, el sociólogo Olmedo Beluche, uno de los máximos exponentes de la mal-llamada leyenda negra. Mal llamada diría él, porque no es una leyenda: “Fue lo que realmente ocurrió,” respondería con una sonrisa felina y desafiante. En efecto, muchos piensan que la historia es sencillamente una recolección de eventos que agitan la indignación dentro de una jaula de hierro fundido en motivaciones económicas e intereses personales.
Beluche, en su libro, “La verdadera historia de la separación de 1903” nos encierra en esa jaula. A partir del juicio severo de Óscar Terán, un personaje que merece recordación en nuestra historia, señala sin amagues que nuestra ruptura con Colombia fue una ardid americano para hacer el Canal. Salvo por lo obvio, la igual de mal-llamada “leyenda dorada” no dista mucho esta visión unidimensional. Reemplaza esas motivaciones e intereses con el altruismo de próceres bigotudos y en sepia, cuyo ejemplo debe inspirar a la posteridad. En el otro tinglado, se yergue la eminente figura del historiador Eduardo Castillero Reyes y su sintética obra histórica que considera, como un fait accompli, el que nosotros fuéramos panameños y ellos, colombianos. Para nuestra mala fortuna, el profeta y traidor fue ese francés, que traicionó la buena voluntad de una nación incipiente y nos vendió al mejor postor.
No obstante, un intelecto parte las aguas: el gran Diógenes de la Rosa. Con tan sólo 25 años, en 1930 De la Rosa asombra con su lúcido análisis de lo que pasó el 3 de noviembre de 1903, texto que hoy repica con potencia por maduro y profundo. Una frase digna de rescate es precisamente aquella que alude a esos mitos negros y dorados: “Es necesario decir que ambos criterios están descalificados por unilaterales y exagerados. La verdad histórica dice otra cosa…”
Don Diógenes examina tres razones de esta separación: la geografía (que rompía nuestros vínculos filiales y nacionales con Colombia), los tropiezos de esa unión y ciertamente, la expansión del imperialismo estadounidense. Tras un repaso de la obra del ya bicentenario Don Justo Arosemena, quien siempre reconoció que nuestro “Istmo formó una unidad aparte aún desde las borrosas épocas precolombinas”, más que ahondar en estas tres razones, lo que distingue “Tamiz…” es un método humanístico apegado a la gente y no al mito.
Apegar método a la gente nos significa pensar con la emoción o animadversión. Constituye rescatar un sentido común donde más que episodios de mala fe, avaricia o altruismo, lo que teje nuestra historia es entender que nuestros antecesores operaron entre esas tres presiones y que a pesar de sus planes, el desenlace no estaba escrito en piedra. Bien señalaba don Diógenes que “la historia… no puede ser sólo relato (tal como quisieran los negros y dorados). Ha de importar también la crítica.” Y si bien De la Rosa es áspero con los próceres, siempre cercana a esa avaricia ya sea potencial o imaginada, co-existirá esa emoción siamesa, el miedo… “todo ese confuso y patético temor dominaba a aquellos hombres que entregaron a Bunau-Varilla el destino de un pueblo. Sentían la proximidad del derrumbe y quisieron evitarlo.” Misma opinión le merece a Don Justo cuando dice en el Estado Federal (y esta vez refiriéndose al cabildo de 1821):
Si en vez de unirnos a Colombia, hubiéramos tenido por conveniente constituirnos aparte, ¿nos habría hecho la guerra aquella República? Puede ser que los mismos a quienes parecía insoportable el derecho de la fuerza cuando lo ejercía España, lo hubiese encontrado muy racional cuando lo hacía valer Colombia; pero no es la cuestión si había en América un pueblo bastante poderoso e injusto para vencernos y anexarnos con la elocuente demostración del pirata: es la cuestión si el derecho independiente de la violencia, la facultad incuestionable de disponer de nuestra suerte, la soberanía conquistada el 28 de Noviembre de 1821, estaban o no de nuestra parte. Pero tal es la inconsecuencia de los hombres, que una simple alteración de fechas, de personas, o de lugares, cambia sus juicios, trastorna sus sentimientos, y desfigura en su alma los principios constitutivos de la moral y de la justicia”.
Soy de la opinión que las mismas líneas aplicarían ochenta y dos años después.
Nacionalidad en De La Rosa y en Carlos Wynter.
De la Rosa concluye y pregunta ¿acaso somos una nacionalidad? Tras muchos desvelos se responde que sí, cita en mano de Eusebio A. Morales pero sin ofrecer detalles. Culpa a nuestras riquezas congénitas como algo que retardó nuestro desarrollo colectivo. “El dinero, instrumento de cambio, no siempre es signo de riqueza,” escribe, ciertamente algo que entendemos en carne viva los panameños acostumbrados al contraste que exhibe nuestra ciudad de orates y rascacielos.
Tal dictamen sobre el dinero es análogo al que aparece en Lucas 16 cuando Jesús, después de narrar la parábola del administrador astuto, advierte que ningún siervo puede servir a dos patrones. Y vale recordar que en ese mismo pasaje Jesús, como Hamlet, usa al patrón del administrador para transmitir una admiración, comedida, sobre su astucia: “Pues es cierto que los ciudadanos de este mundo sacan más provecho de sus relaciones sociales que los hijos de la luz…” Lo mismo aplica para la historia de Panamá, que sacó provecho de sus relaciones comerciales, pero sin alcanzar la tierra prometida del bienestar.
Carlos, como De la Rosa, reconoce lo anterior. “Pro Mundi Beneficio…” es un lema efectivo y ciertamente nos guió a satisfacciones materiales que aún nuestros hermanos latinoamericanos se esfuerzan por conseguir. Es soberbia y pesimismo decir lo contrario. No obstante, para Carlos, esta pasión por lo mercantil y el dinero dibujó una estructura material entre el dique y el agua, la república de los de adentro y el arrabal de los de afuera. El primero, con orden y prelación, afanoso a las soluciones técnicas y prácticas divide, distribuye y cataloga ideológicamente los réditos de ese beneficio. El otro, caótico y sin jerarquías, en paciente resistencia filtra cada esquina de vida y sentir nacional, entre humedad incómoda y rocío rejuvenedor, jalando hacia el pesimismo así como la gravedad jala al Chorro Macho del Valle. Ambos constituyen el andamiaje del Pro Mundi… “obra del dique… avalado por la desestructura del agua.” Panamá es más que un Canal, para Carlos Panamá es una nacionalidad que funciona como un Canal:
“Un país no puede verse a sí mismo si siempre está mirando hacia afuera… El tránsito disminuye la capacidad de mirar a un mismo lugar por mucho tiempo, es decir, debilita el poder de concentración.”
Estas palabras ya se han escrito: De la Rosa en otra ocasión se quejaría de “riquezas sin esfuerzo”. Octavio Méndez Pereira escribiría en 1946 que “esta posición de puente del mundo nos va creando, sin darnos cuenta, una psicología de pueblo de tránsito, si así puede decirse. Psicología ligera, despreocupada, sin sentido de tradiciones, de constancia…” Diego Dominguez Caballero reconocería la problemática en definir lo panameño porque quizás lo más cercano a tal concepto es el claroscuro entre la soledad campesina y la vorágine urbana. Y finalmente, el exquisito Isaías García increparía que nuestra inmadurez nacional (si, nuestra inmadurez) se debe un escaso poder de concentración que impide ver las conexiones entre nuestra parroquia nacional y la diócesis mundial en la amplia catedral universal del conocimiento humano – como diría Publio Terencio “Homo sum, humani nihil a me alienum puto” (Humano soy, nada humano me es ajeno): “Es cuando los pueblos han logrado tal comprensión cuando han llegado a la mayoría de edad mental. Nuestro universalismo, no el canalero, sino el espiritual, será el resultado de un poderoso desarrollo de la panameñidad.” Lamentablemente seguiremos nuestra inmadurez si seguimos creyendo que la historia de Panamá es algo especial, una leyenda negra o dorada, como diría el sabio Marco Aurelio, “humo y aserrín, cosas de mitos que sólo aspiran a ser leyendas”.
La nacionalidad de Panamá existe, pero no se cuenta. Fluye como agua a pesar de los esfuerzos del dique y como un sistema, se necesitan a pesar de las ronchas históricas. Como un teatro, íntimo, histórico y personal, lo panameño no se descubre sino que se desarrolla: surge por oposiciones tímidas y cotidianas, y se acelera en grandes luchas, como aquellas que surgieron a partir de nuestras reivindicaciones soberanas.
Isaías García reconoce algún grado de excepcionalismo cuando notó que Panamá (hasta ese entonces) nunca sucumbió ante las dictaduras de ese entonces (y diría, con algo de polémica que aquellas surgidas tras su muerte no siguieron el molde del resto del continente). Existe una resistencia en el panameño que es congénita, y si bien algo pesimista, motora y creativa. Irónicamente, mismos calificativos describen a ese más famoso “excepcionalismo estadounidense”.
No obstante, algo de razón tiene Marco Gandásegui cuando propuso en su magistral “La Democracia en Panamá” que nuestra nacionalidad se desarrolla en la gesta por el Canal. Sin embargo, omite que el agua no sólo encuentra resistencia cuando rompe en contra de una piedra. El tiempo convierte minúsculos riachuelos en cañones imponentes. Lo mismo ocurre con la nacionalidad panameña. Lo excepcional de Panamá es que resistimos desde la primeros días de la Corona en contra de los abusos de Hernando de Bachicao en 1546 y resistimos hasta 1999. Dice el refrán que resistir da tiempo para que encontremos y hagamos justicia. Bueno, la justicia se desarrolla día tras día.
Con una pizca de diplomacia, Carlos reconoce que tanto negros y dorados capturan algo de la realidad (lo mismo sería decir que ambas visiones son incorrectas precisamente por sus virtudes). Para dar fe de lo anterior, pasemos revista de algunas muestras de la resistencia entre dique y el agua que dibujó los primeros paisajes de lo panameño:
Lope de Vega (1613): Caballero de Panamá (en “La Dama Boba”)
Pasóse a las Indias,
vendió el aljaba,
que más quiere doblones
que vidas y almas.
Trató en las Indias Amor,
no en joyas, seda y holandas,
sino en ser sutil tercero
de billetes y de cartas.
Volvió de las Indias
con oro y plata;
que el Amor bien vestido
rinde las damas…
¿De dó viene, de dó viene?
Viene de Panamá.
Leopoldo José Arosemena (1890)
De Panamá preciada
En la vasta campiña perfumada,
Floresta portentosa,
A cierta juventud predestinada,
Se extiende en una altura deliciosa
La granja Locería…
Oh Patria amada,
¡Cuán admirablemente
Por la mano de Dios fuiste dotada!
¿Cuándo llegará el día
Que pueda contemplarte
En tus vastas llanuras salpicadas
De risueños collados que sustentan
Pintorescos y alegres caseríos;
En tus grandes, fantásticas montañas;
Tus caudalosos ríos:
Tus magníficos valles siempre verdes;
Tu floresta sin par en lozanía?
Justo Fazio (1908)
También negro nací; no es culpa mía…
El tinte de la piel no me desdora,
pues cuando el alma pura se conserva
el color de azabache no deshonra.
Negro nací ¡no importa! Mi conciencia
me dice que conservo pura el alma,
como las puras gotas de rocío,
como la blanca espuma de las aguas.
En Lope de Vega, Arosemena y Fazio vemos algunos temas de interés (y hay muchos otros ejemplos) – en Lope vemos como las ferias retrataban al panameño como el ciudadano de mundo que saca provecho de sus relaciones sociales y cuya rebeldía se traduce en hacer riquezas y no de nacer en ellas, es agua que quiere cavar sus propios diques. En tanto, Arosemena y Fazio aluden a la patria del agua, que derrama melancolía y emoción de un Arosemena que piensa en las chozas de la Locería (hoy barrio del mismo nombre) y en un Justo Fazio que reconoce su negritud con orgullo mestizo, igual como las gotas de rocío y la espuma de las aguas son parte de la naturaleza. En efecto, esa disyuntiva, esa oposición entre los de adentro y los de afuera, además de fuente de resentimientos es motivo de país: entre el dique y el agua prefiguramos una nacionalidad que hoy sí tiene una expresión y que tal como como diría Gaspar Octavio Hernández…
Luego de flotar en la patria del querube;
de flotar junto al velo de la nube,
si ves que el Hado ciego
en los istmeños puso cobardía,
desciende al Istmo convertida en fuego
y extingue con febril desasosiego
¡a los que amaron tu esplendor un día!
Nadie se propuso crear la nacionalidad panameña, pero surgió al calor de un conflicto que construyó un país en una cintura de tierra. Una nacionalidad que rechazó inicialmente Belisario Porras para después convertirla en motivo de orgullo cuando sembró las escuelas y hospitales en sus tres ciclos presidenciales. Entender la nacionalidad así es sabio recordatorio que existe claridad en una visión sincera y humana en los avances y retrocesos de la historia. Nuestras son las ideas, pero no nuestras acciones diría el rey postizo en Hamlet.
Sin nacionalidad, Panamá sufriría la misma suerte de tantas otras estrellas en banderas ajenas. No fue así. El juicio histórico fue severo con la cobardía de algunos de nuestros líderes. Pero en otras instancias, Panamá generó la reacción de patriotas que desde sus trincheras en las calles y en los salones de debate en Naciones Unidas, dejaron por sentado que Panamá existía y merecía un tratamiento equitativo ante la ley y la comunidad internacional. Esta nacionalidad no es un estandarte acabado, tampoco requiere de ingeniería para formular un proyecto nacional nítido. Sólo requiere sentirse parte en ese claroscuro en ese delicado exceso que desborda nuestra realidad y administrar esa contradicción de manera cotidiana.
A manera de conclusión.
Termino con una opinión distinta a la de Carlos. En su sesuda explicación de lo que constituye “el juega vivo” él escribe que “nuestros barrios están plagados de Pedros Navajas, y no debe ser de otra manera, no queramos seguir modelos de otras latitudes.” El juega vivo, expresión de sabiduría popular que describe la audacia de resolver problemas que impone una realidad ingrata a través de la formula “que hay pa’ mi”, no es una identidad fija que debe describir a una nación por siempre. Si la cronología de Lope es exacta, existen por lo menos 404 años de juega vivo desde Panamá, pero esto no es una característica exclusiva de nuestro país.
Recordemos, la historia de Panamá no es especial. Todos los pueblos comerciales sufrieron escarnio similar por sus riquezas y generaron ciertas actitudes que les merecían miradas oblicuas por nacionales y extranjeros. Retrotrayéndonos a la Antigüedad, destinos similares sufrieron los fenicios de Tiro y Sidón (que la Biblia conoce como cananeos). El mismo Jesús es duro con ellos cuando amonestó a la madre del hijo poseído y le dice que “no se debe echar a los perros en pan de los hijos.” Eventualmente Jesús sanó al niño cuando la mujer se declaró su discípula, pero sus palabras son dura muestra que tal absolución no viene sin costo.
Otro ejemplo es el irlandés. Sin ser comercial como el panameño, es similar en su joie de vivre. Uno de los titanes de las letras universales, Jonathan Swift, criticó en su satírica “Propuesta Modesta” los estereotipos del irlandés como promiscuo, vivaracho y mentecato, estereotipos que lamentablemente sobrevivieron hasta hace poco. Sin embargo, el problema irlandés (y de su juega vivo) no fue una cuestión de introspección: Swift desde 1729 identificó la verdadera causa de un problema que empezaría su arreglo tras la independencia de ese país en 1921. El problema de Irlanda no era un problema técnico (como diría el dique) o un problema cargado de emoción (como siente l agua) sino un problema político.
Nuestro juega vivo también es un problema político que merece atención y su arreglo empezó en 1999. A Irlanda le tomó mucho tiempo resolver sus problemas y a pesar de sus tumbos y tropiezos, es un país digno a imitar por lo sufrido y recorrido. No pensemos que nuestra historia es especial. Panamá puede cambiar culturalmente, para bien, pero eso implica decisiones de vernos en otros espejos… y no en el diente de oro de Pedro Navaja. Ya empezamos, ahora nos corresponde continuar porque parafraseando al poeta, entre agua y dique, se hace camino al fluir.