
¿Debemos creer que un programa de televisión es real? Los especialistas en mercadeo, guionistas y productores de cadenas televisivas trasnacionales nos han hipnotizado por décadas para que lo parezca. Con diseños televisivos cada vez más envolventes e intrusivos, nos sumen en un trance que se apropia de nuestras emociones.
Los Reality shows son una modalidad más o menos reciente de este tipo de diseños. Siguiendo las interacciones diarias y espontáneas de una o varias personas, por lo general individuos famosos, nos presentan escenarios que podrían ser reales, pero que buscan provocar una suerte de adicción, que no dejemos de ver la serie y aumentemos los ratings de la televisora.
Donald Trump fue uno de los protagonistas del muy conocido Reality The apprentice (El aprendiz), el cual simulaba un proceso de reclutamiento y selección laboral. Aunque sí se verificaba un seguimiento genuino a los participantes, lo enmarcaba una intencionalidad comercial: encantar el público con placeres, miedos, enojos, tristezas y cuantas emociones se pueda imaginar, para que fuera imposible separarlo de la pantalla de los televisores.
Pero la pregunta más importante de este artículo es: ¿el más encumbrado candidato a la presidencia, por el partido Republicano, Donald Trump, es real? ¿Sus desparpajadas declaraciones podrán ser llevadas a cabo si asciende al trono de la nación más poderosa del mundo? ¿O hemos sido, como ocurre en las tardes relajadas y familiares, embrujados por las ondas visuales y sonoras de nuestros televisores? ¿Seguimos a un flautista de Hámelin que acabará perdiéndonos como si fuéramos niños?