(Narración incluida en Mujeres que desaparecen, libro publicado por URUK editores)
Para: argeliab_2009@gmail.com
Querida Argelia,
Juan Carlos Guevara, compañero de cátedra y amigo, me acercó una carta de mediados de los setentas. Adivina de quién, de Orar Jiménez, tu persona preferida. Se la dirige a una mujer llamada Marie Duverger que, desde ahora te lo digo, no te va a resultar agradable.
La carta de Orar me llega en este momento de duda que atravesamos. ¿No te parece providencial, revelador? Claro que aún estos comentarios míos no te dicen nada. Pero espera y verás.
Es una señora carta. Engrandece la figura histórica de Orar. No deja títere con cabeza. Después de haber emigrado del Estados Unidos de los setentas a Burdeos, Francia, Jiménez no podía responder de otra forma. ´
Por supuesto, además de al hombre comprometido, verás al artista. Y al seductor, sin duda. Pero, sobre todo, verás a un niño que reflexiona, piensa y se pregunta, como estirando el cuello para ver a sus padres a los ojos, por qué somos como somos.
Me he dado a la tarea, por ti y solo por ti, de copiar lo que dice. Disfruta. Si te conozco bien, no vas a soltar la carta hasta que la termines.
Burdeos, 7 de marzo de 1975
Marie querida,
Veo que nuestra convivencia te dio la seguridad para hablarme de ti libremente. Me has contado de tus amigas y de lo que piensas de la clienta a la que frecuentemente debes atender. También has opinado, por fin, sobre el plato que solía estar siempre en mi comedor. Tu sinceridad me apabulla y creo que habría sido conveniente menos. Tu carta me ha dejado boquiabierto y, de inmediato, ha logrado que se me escape una carcajada.
No interpretes esto a la ligera; dame más tiempo para explicarte. Por supuesto, agradezco que me hayas permitido contemplar el lunar de estrella que tienes en el cuello, tú inmóvil y desnuda, ¿por cuánto?, ¿diez minutos? Eso ha sido una candidez y una generosidad por la que te tendré agradecimiento eterno. Te expliqué lo que significaban para mí los lunares, todos los lunares, y, sin más, me diste esa dádiva. Qué linda.
También agradezco, ahora al destino, que hayamos compartido más que una charla, más que un café, más que esos diez minutos de sosegada contemplación, y hayas accedido a darme lo mejor que un cuerpo puede dar a otro. Y es por esto, por lo mucho que me has regalado, que quiero ser transparente sobre quién soy yo, Orar Jiménez.
Sabes que soy un artista y posiblemente por eso te acercaste a mí. No te alarmes, que no te estoy reprochando nada. Sabes que nací en los Estados Unidos, hijo de un padre puertorriqueño y una madre irlandesa, y sabes que actualmente vivo en Burdeos, Francia, donde me conociste, dedicado a la traducción y a escribir. Mi habitación en Wellkhome Appartements debe haber sido una claraboya por la que asomarte a mi vida. Hasta aquí no debe haber sobresalto.
Lo que no sabes es cómo nació mi pasión por la epidermis humana – uno de los costados de esa pasión es mi gusto por los lunares. Me puede llevar a ser obsesivo, te consta. Esta es la historia del por qué. Espero no impacientarte.
En Chicago, hace algún tiempo, conocí a un hombre llamado Benny Woodrow. Benny administraba un centro cultural de minorías en el que ofrecí un par de recitales. Pero lo más interesante de Benny eran sus ideas, bastante bizarras, por cierto, sobre lo que estaba haciendo la CIA con estudios sobre la melanina. Como tal vez sabes, la melanina es la sustancia que colorea la piel. Y sí, estoy hablando de la CIA, the Central Intelligence Agency. Resulta ser que Benny conocía una persona, quien a su vez conocía a otra persona, que sostenía que, en laboratorios subterráneos, científicos aislados y cuyo anonimato se conservaba con celo, estaban creando melanina artificial. Según Benny, la degradación de la capa de ozono nos obligaría a proteger nuestra piel por cualquier método posible. ¿Y qué mejor modo que alterar las pigmentaciones, incluso eso? En el futuro, pues, todos seríamos negros, según decía Benny. Y esa vez lo escuché como a los niños o a los locos, sin prestarle realmente atención, cuidándome de no contradecir sus palabras. Después de todo, debía llevar la fiesta en paz, por lo menos mientras fuera su invitado. Pero Benny me tenía preparada una chocante demostración.
No podíamos evitar uno o dos encuentros más, no mientras siguiera bajo su tutela y no se consumaran las lecturas. Al día siguiente, me encontré con él para desayunar y una vez terminamos, me invitó a una habitación que los dueños del hotel le reservaban para pequeñas reuniones. Ahí, sin previo aviso, sacó una jeringa con un líquido celeste en su tubillo, y se arremangó la camisa. Se clavó la aguja. ¡Qué es esto!, le dije, no pudiendo reaccionar con otras palabras, pensando que tal vez, solo tal vez, asistía al inicio de una fiesta de morfina, heroína o algo peor. Espera, contestó. Y no tuve que esperar mucho: su brazo comenzó a tornarse naranja, más bien, la piel de su brazo se tornó naranja. Y dijo él: pigmentación anaranjada. Y agregó: puede convertirse en una moda.
Pero más que modas, me sacudió hasta la médula que los cuerpos parecieran, con esa teatralidad de Woodrow, meros trajes que podemos cambiar como quien usa una camisa distinta cada día. ¿Qué éramos entonces? Y lo peor, o mejor, qué era Dios si nosotros podíamos llevar a cabo sus diseños. En vez de la pigmentación que el azar quiso darnos, pigmentación sintética. Y en vez de un lunar, un tatuaje, por ejemplo. Qué alta sastrería.
(¿Ahora comprendes por qué no puedo permanecer indiferente ante las observaciones tuyas? ¿Quién es esa clienta en realidad? ¿Lo sabes? ¿Sabías aquella noche en mi habitación del Wellkhome Appartements quién era yo?)
El evento terminó y dejé Chicago. No vale la pena hablar de nada más sobre Woodrow, no directamente, salvo decir que el efecto de la inyección no le duró mucho. Apenas un minuto después su brazo había vuelto a ser normal – la melanina original se abrió paso en la epidermis y el cuerpo acabó excretando la otra. Ahora debo contarte de Kim Shou.
Shou fue mi amante entre el 59 y el 61, si no me falla la memoria. Y ella fue la razón, por mucho, de que yo dejara los Estados Unidos sin mirar atrás. Simplemente no podía seguir en ese país. Ya no era mi país.
Kim Shou era hija de inmigrantes coreanos y convivimos exageradamente en los años que te dije. Más que amarla, me convertí en ella. Ya verás por qué lo digo. La conocí en la Universidad de California, extensión de Los Ángeles, lugar al que había vuelto después de residir en varias ciudades del este. Por supuesto, me llamó la atención su piel, que en realidad nunca me pareció tan amarilla como se piensa de la piel oriental, sino rosada y amarilla. Coincidíamos mucho en la biblioteca por pura eventualidad, y nunca pudimos encontrar otra razón más que esa, el azar, para tanto encuentro. Y resultó ser que había leído mi trabajo Ubicuidad y un día decidimos tomar algo en una cafetería
A pesar de los tiempos, la familia de Shou se había reproducido bastante. La chica tenía siete hermanos, tres varones y cuatro mujeres. Y todos vivían en una misma casa de las afueras de los Ángeles. Fui conociéndolos de una manera muy informal. Si entrábamos a un supermercado y Shou se detenía un momento para hablar con un chico oriental o una chica oriental, y lo hacía en un idioma extraño, que para mí podía ser mandarín o cantonés o cualquier otro, pero que era, por supuesto, coreano o hangugeo, como se le conoce en Corea, ya podía yo estar seguro de que era un pariente de Shou. Yo los saludaba con una sonrisa y después ella me aclaraba quién era exactamente.
Tendríamos un par de meses de estar juntos cuando me acompañó con mucha calma a mi apartamento. El silencio fue relajando cualquier oposición suya. Hicimos el amor sin prisas y sin originalidad. Nos desnudamos; doblamos con cuidado nuestras ropas, yo por no desentonar con su pulcritud; y nos acostamos en la cama matrimonial que presidía mi cuarto. Recuerdo que me levanté y estuve contemplando la desnudez que le había quedado descubierta. Registré en mi memoria su color, los lunares y cómo nacían los vellos en su cuerpo. Luego me acosté, y en las primeras horas de la madrugada, la escuché llorar. Después supe, con asombro, que ese día había dejado de ser virgen.
Con igual recato y primor, se apareció un día con una pequeña maleta. Parecía una flor blanca y lánguida parada frente al edificio. Supe entonces lo decisivo que había sido yo para ella. Y la acepté con tranquilidad, como si su llegada no fuera nada extraordinario. Entra, siéntate. Puedes usar esta gaveta para guardar lo que sea que lleves en tu maleta. Debes poder imaginarte la escena.
Y ahora hablemos del plato vacío que encontrabas siempre en mi pequeño comedor, puesto cuidadosamente. Hay un rito coreano que se realiza en honor a los muertos. Cuando un coreano parte al más allá, se cree que su espíritu permanece con sus descendientes por cuatro generaciones. Al rito se le llama Jerye. Shou me lo explicó y la escuché, después de las primeras palabras, como quien oye llover. No quería perder mucho tiempo con lo que me parecía un disparate, por lo menos en el sentido práctico. Las diferencias culturales eran abismales, por supuesto. Los latinoamericanos como yo no creemos que la vida sea más que un instante, y ella me pedía creer en la permanencia después de la muerte. Eso duró por un tiempo. De vez en cuando, llevaba el tema a nuestras conversaciones en la cama, después del sexo.
Una noche me dijo que su hermano, un bebé no nacido, le había consolado esa misma tarde. Continué con mi rutina de responder a lo que dijera con un interés convincente pero, por supuesto, falso. No llevábamos mucho en eso, cuando me calló con una frase seca;
- No me crees, ¿verdad?
Mi primera reacción fue negar. Pero no perseveré. Tuve que confesarle que no, que los muertos y yo no compartíamos los mismos espacios, y que nunca sería así.
- No es que lo veamos de esa manera, Orar – me dijo con cierta condescendencia -. Por lo menos yo no lo veo así. Los muertos de los que te hablo son de otra naturaleza. Se heredan las emociones, emociones que trascienden la carne, ¿sabes? Esta convivencia nuestra, por ejemplo, esta charla que estamos teniendo, lo que signifique para ti o para mí, ¿no crees que sobrevivirá más allá de la muerte?
No me quedó más que darle la razón. Y eso nos igualó, nos permitió hacernos uno. Me di cuenta de que lo que comenzaba a amar de Shou, era inseparable de sus creencias.
Y un día ocurrió, queridísima. Un día, encontré un cachorro de león en una esquina de mi sala, entre un borde del librero y el cortinaje. La expresión de felino era cordial, si cabe decir eso de un león. Y pronto me di cuenta de que estaba ante el hermano de Shou. No se lo dije a nadie, no se lo dije ni siquiera a Shou.
Una mañana me desperté y me dirigí a la cocina para preparar el desayuno, era lo acostumbrado. Solo tenía que calentar las sobras de Jeotgal, que no sé si era la mejor opción para un desayuno pero a Shou no le molestó nunca, ni a mí tampoco. Jeotgal es un platillo coreano, extrañísimo, hecho con mariscos y de un sabor salado y agrio. Nunca, te digo, jamás, creí que me llegaría a gustar. Pero comenzó a gustarme. Y después, me encantaba. Mis días comenzaron a moverse animados por el Jeotgal, porque además Shou lo hacía por kilos. Entonces me agaché para tomar una cacerola y lo vi, la sombra del cachorro. Y esa sola visión, me transfirió lo que significaba la muerte del hermano de Shou para Shou. Fue un sentimiento cálido, como calentarse al sol, pero también melancólico.
De ese momento en adelante, me di cuenta de que el leoncito se aparecía en las mañanas, sobre todo. Le acariciaba el lomo, le buscaba la mirada. Y después comíamos, ella y yo, enfrentados, y, en muchas ocasiones, dedicándonos miradas sostenidas por minutos.
Otra parte de Shou que se me metió bajo la piel es aún más extraña. Cuando los coreanos quieren llamar a una persona, lo hacen con la palma de la mano hacia abajo y agitando los dedos. No quieren que, ni casualmente, la mano tenga su palma hacia el frente. Y lo que pasa es que de ese modo, con la palma de la mano expuesta, se llama a los perros. Ya comprenderás por qué saludaba yo de una manera tan inusual. No era una bizarría de artista, era algo más. Sin darme cuenta, comencé a copiárselo a Shou, y cuando menos lo esperaba, era como si yo fuera Shou. Ella se reía pero no estaba al tanto de lo que ocurría realmente.
Ahora pensemos en lo que me había pasado en Chicago, lo que Woodrow me había mostrado. ¿No eran ambas experiencias una sola toma de conciencia? ¿No eran lo mismo?
Marie querida, puede que aún no comprendas lo que quiero decir. Por cierto, Shou también tenía una particularidad, una tan memorable como tu lunar estrellado. El vello púbico le crecía escasamente y en media luna. ¡Qué caprichos del Big bang! ¿Cierto? Así que como el tuyo, como el mío, su cuerpo era un incidente único. Pero como yo me estaba convirtiendo en Shou, no importaba, esos incidentes únicos eran intercambiables.
Y bien, ahora que me dices lo que piensas de esa clienta tuya, esa que te molesta tanto con sus solicitudes y a quien juzgas tan duramente, pienso en Shou y no puedo perdonarte. Date cuenta que, como te he dicho, mucho tengo de Shou dentro de mí. Así que, desde mi punto de vista, mujer, tú te acostaste con una chica, y una oriental, de piel amarilla, lo mismo que le recriminas a esa clienta tuya cuya sexualidad no comprendes.
Así que están puestas mis cartas sobre la mesa. Siéntete avergonzada de lo que hiciste en mi cuarto porque mi piel, linda, puede ser otra de un momento a otro. Yo solo me lamento de que personas como tú, salvo que aun más estúpidas, hayan atacado a Kim Shou una noche que no olvidaré, y me hayan dejado su esencia que vuelve desde entonces, un osezno.
¿Pero qué sabes tú de eso?
Suerte, Marie querida.
Orar
¿Cómo te quedó el ojo, mi amor? Orar me ha hecho quererte más, y eso no creo que cambie. ¿Nos vemos para la cena?
Te quiere,
Karen.