Fragmento del capítulo 4 de «Panamá. El dique, el agua y los papeles» de Carlos Wynter Melo.

Aquí cabe un juego de palabras metafórico. Si Augusto Monterroso hubiera habitado tierras panameñas, habría escrito otro cuento brevísimo: «Cuando despertó, el Canal todavía estaba allí».

La fuerza centrífuga de la franja interoceánica es impresionante. Cuando estás a la caza de oportunidades, cualquier momento de reflexión estorba y atrasa. Las razones de tu presencia en el mundo, qué importan; tampoco de dónde vienes y hacia dónde vas.

Casi siempre se habla del Canal de Panamá desde el ángulo económico, y entonces hay mucho que decir y agradecer, pero el espectro de sus consecuencias es más amplio. ¿Qué tal si se llevara a cabo un estudio sobre cómo el Canal causa desempleo en actividades sedentarias, en la cultura o la literatura; o sobre la cantidad de personas que ha emigrado del campo a la ciudad debido a él? ¿Qué tal si nos preguntáramos cuántos dramaturgos toman los magros ingresos anímicos de una asistencia bancaria y dejan de construir cultura?

Un país no puede verse a sí mismo si siempre está mirando hacia afuera. En la mayoría de las repúblicas latinoamericanas, las élites son grupos agrícolas e industriales y se nutren de su mercado interno, lo que fortalece la soberanía de sus Gobiernos. No es el caso de las grandes fortunas panameñas. El tránsito disminuye la capacidad de mirar a un mismo lugar por mucho tiempo, es decir, debilita el poder de concentración. Es un alimento que engorda las cuentas bancarias, pero enferma las vísceras.

Rodrigo Miró comparó el siglo XIX panameño con el XX para demostrar que antes de que el istmo fuera herido en su mitad, sus habitantes tendían más a ocuparse en actividades sedentarias.

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