Panamá. El dique, el agua y los papeles

Hay que hablar del panameño en primera persona, sin rehuir responsabilidades. Decir, por ejemplo, «Así soy yo y este es mi perfecto camino imperfecto; no me digan nada porque avanzo incorrectamente por la vía correcta».
Cuando estaba en mis veintes, leí el Laberinto de la soledad y percibí, sin lugar para la duda, lo que podían hacer las palabras por la autoestima de una nación, cómo develaban identidades escondidas y subvaloradas.
Soy un ser defectuoso y sé que, sobre esa base, me puedo estirar hacia donde desee, pero necesariamente sobre esa base.
En la Feria del libro de Bucaramanga de hace un par años, Juan Gabriel Vásquez me susurró:
«¿Creías que en las ferias del libro solo se habla de literatura?»
Y, de inmediato, me hizo el honor de sentarme al lado de Óscar Arias, el Nobel costarricense. Llegó alguna pregunta repentina sobre Panamá y contesté sin darme mucha cuenta de lo que decía, esforzándome por salvar la cara lo mejor posible:
«Cualquier cosa que pase en Panamá es un asunto pasajero, un asunto que superaremos pronto. Panamá es mucho más que sus pasos».
O algo así. Y salvé el honor.
Motivado por la certeza de que se crece desde lo que soy, sin máscaras o hatajos posibles, desde hace años garabateo unas notas sobre el recorrido andado por Panamá y sobre el por qué somos como somos. El resultado es el libro cuya portada cuelgo aquí, el cual pronto estará listo: mi primer libro de ensayos.

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