Las impuras (capítulo XIII, primera parte)

Impuras_FINALTenías una vecina que se llamaba Hercilia. Era una chomba clara y hasta pecosa. De las que, en la provincia de Colón, llaman «coloradas».
Entraste a su cuarto porque había prometido jugar contigo a las muñecas. Las puertas de la casa estaban abiertas.
A la media luz del cuarto descubriste cuerpos desnudos. Eran dos: uno era el de Hercilia y el otro era el de un hombre. Tenías siete años.
Te quedaste quieta, no respirabas. No sabías lo que estaba sucediendo. Te pareció un juego, una lucha en la que se escondían y se buscaban bajo la sábana. Viste fugazmente el pene del hombre y te pareció un animal o una fruta.
—¿Qué están haciendo? —preguntaste.
Los cuerpos se estremecieron. Hercilia te miró. Nunca antes habías visto al hombre.
—Hola, corazón. ¿Qué haces aquí?
—Quiero que juguemos a las muñecas. ¿Recuerdas que te lo pedí?
—Claro, cielo, pero ahora estoy con el señor, ayudándolo.
—¿Qué hacen?
Hercilia lo pensó un segundo.
—Buscamos algo que se le perdió entre las sábanas.
—¿Desnudos?
Hercilia no tardó en ripostar:
—Es que puede haberse enredado en la ropa y por eso nos la quitamos.
—Quiero ayudarles —dijiste y, sin que nadie pudiera detenerte, te subiste a la cama.
—¡No, cielo! —dijo Hercilia, pero era tarde: ya estabas sobre ellos.
—¿Qué buscan?
Era la primera vez que Hercilia estaba desnuda frente a ti. Te pareció que los pezones no eran de su cuerpo, que eran pequeñas estrellas de mar. Y te fijaste en el abundante vello púbico, al que esperabas encontrarle ojos o boca.
—Buscamos un gato pequeño; una mascota que el señor trajo de un lugar lejano, niña. Lo trajo de París.
Hercilia estuvo a punto de reírse de su propia ocurrencia. Fue como si alguien más la hubiera dicho (el ingenio fue un dios en su garganta). El desconocido también escondió la risa. Tú los miraste suspicazmente.
—Si es un gato pequeño, podría estar en cualquier parte. Si es muy pequeño, podría haberse metido aquí.
Y enredaste tu mano en los rizos púbicos de Hercilia.
—¡Niña, quita la mano!
—Ya buscamos ahí y no encontramos nada —dijo, burlón, el desconocido.
—Busca debajo de la cama, corazón —indicó Hercilia, aún agitada.
Solo entonces te bajaste al piso y, un minuto después, cuando ellos te aseguraron que podían ocuparse solos del problema, saliste de la habitación.
Hoy sigue fascinándote que un gato pequeño y exótico, venido de París, pueda hallar escondite en el pubis de las mujeres.

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