Esto ocurrió hace una eternidad.
Javier Payeras (Guatemala), Berne Ayala (El Salvador), Luis Humberto Crosthwaite (México), este servidor (Panamá) y Mario Jursich Durán (Colombia), entonces editor de la revista colombiana EL MALPENSANTE.
Hace una eternidad, en el año 2003.
Y entonces me regalaron libros variados que después leí. Uno en especial me resultó divertidísimo: IDOS DE LA MENTE, de Luis Humberto. Me hizo recordar México y sus tropeles.
Ahora resulta que él recordó Panamá, un país al que nunca ha ido, con la escritura ágil de su cuento OPUS MAGNUM.
El cuento está incluido en su más reciente libro, EL ÚLTIMO SHOW DEL ELEGANTE JOAN (Si tienen chance de adquirirlo, HÁGANLO).
En ÓPUS MAGNUM se menciona al rector de la Universidad de Panamá, don Eduardo Flores, y se habla de una editora cartonera que me recordó a un puñado de CARNE Y HUESO.
Adjunto un fragmento del cuento, escudado tras el consentimiento del autor y con la convicción de que no estoy irrespetando ninguna ley de derecho de autor.
OPUS MAGNUM
Cuatro años y 1,872 páginas después, el joven colocó el punto final, oscuro y redondo, en la pantalla de su computadora. Satisfecho, contemplaba con admiración el mamotreto que ahora lo retaba a dar el siguiente paso. Imprimió múltiples ejemplares que requirieron múltiples resmas de papel. Envió sendos paquetes (en realidad, cajas), por mensajería especializada, a las diez editoriales más prestigiosas de Hispanoamérica (es obvio que no confiaba en los medios electrónicos). Esperó las ofertas monetarias que sin duda llegarían. Porque ¿quién no querría publicar la obra que revolucionará a la literatura mundial?
Pasó un mes. Se preguntó si había depositado demasiada confianza en los servicios de mensajería especializada, ¿qué tal si los paquetes (en realidad, cajas) nunca arribaron a sus destinos?, ¿qué tal si el avión en el que viajaban sufrió una avería? Imaginó sus manuscritos, flotando sobre el océano o clavados en un peñón, desperdigados para siempre.
Pasó otro mes. Era inaudito que no hubiera llegado por lo menos uno de esos paquetes. Ya debería encontrarse en el escritorio de su futuro editor. Tras un suspiro, el joven tuvo un lapsus de reflexión, arrepintiéndose de su imprudencia. Esos manuscritos no solo tenían que llegar a los editores sino que ellos necesitaban tiempo para leerlos. En este mismo instante un editor debía estarse deleitando con la magnitud de su redacción. Lo imaginaba sollozando, cayendo al piso, pataleando por las sensaciones que provocaba la lectura de su épica novela. El editor se pondría de hinojos para agradecer a Dios la oportunidad de tener semejante obra entre sus manos. No tardarán en llamarle.
Pasó el tercer mes. Algo no estaba bien. Se deslizó en sus cavilaciones la absurda posibilidad de no haber sido comprendido por los editores de su generación. Quizás no solo era un genio de la literatura, sino un autor adelantado a su época (léase el subrayado con sobresalto y escalofrío).
Y ahora qué (segunda parte)
El concepto adelantado a su época se volvió un grave problema para él. Había enviado ejemplares de su mamotreto no solo a las diez mejores editoriales de Hispanoamérica, sino a las diez medio mejores y a las diez medio regulares. La falta de respuesta era un pesado y truculento laberinto. Adelantado. Incomprendido. A. Su. Época. Le aterraba la posibilidad de que fueran las futuras generaciones quienes le rescataran y valoraran su opus mágnum. ¿De qué serviría el reconocimiento si él ya estaría muerto? Con desazón mandó su libro a las llamadas editoriales independientes, mismas que por fortuna existían a caudales en cada ciudad del mundo.
Este último esfuerzo fue igualmente inútil. Pasaron los meses y, de los cientos de paquetes (cajas) que envió, solo una pequeña editorial panameña se había dignado a responder. Y era solo una escueta línea: La tenemos y la estamos leyendo.
Ja, se dijo el joven escritor, ahora pesimista. Ja y ja, reiteró. Lo dudo. Nadie me lee, nadie me quiere leer.
Según sus estimaciones, se trataba de una conspiración en su contra. Con seguridad los editores del mundo habían leído su novela, admirado su delicada prosa, se habían sentido encandilados por el poder de sus ideas y hoy mismo se reunían para confabular:
Editor A: ¿Qué hacemos con esto?
Editor B: ¿Publicarlo?
Editor C: ¿Revolucionar la literatura?
Editor D: ¿Cuáles son los riesgos?
Despiadados. El temor los detenía. El miedo a perderlo todo, quedarse sin nada.
Editor E: ¿Saben cuándo la publicaremos?
Editores A, B, C, D y E: ¡Jamás!
cIento veIntItrés mIl, cuatrocIentos cIncuenta Y… Llegó un segundo mensaje de Panamá: Hemos leído (y disfrutado) su novela. Reconocemos su enorme talento, sin embargo nuestro actual presupuesto nos prohíbe aventurarnos en una empresa de tales magnitudes.
Hijos de su puta madre, gritó el joven escritor, agregando múltiples signos de exclamación a tan excelsa frase. Y, mientras elevaba el puño hacia los cielos, exclamó: No leyeron mi libro. No lo leerán nunca.
Para comprobar la conspiración internacional en su contra, fingió agradecimiento y, en su respuesta, incluyó una codificada estratagema: Señores míos, agradezco sus comentarios, pero me gustaría saber su opinión sobre un capítulo en particular. Me refiero al de los camellos voladores.
Pronta respuesta: Joven escritor, usted sabe bien que no existen camellos voladores en su libro.
¿O acaso se refiere al capítulo donde mueren 123,455 ornitorrincos?
¡Leyeron su novela! ¡Y fue en serio! Lo demostraba la mención de los 123,455 ornitorrincos. De haber dicho 123,456 se habría desenmascarado su mala voluntad y su peor lectura.
De inmediato: Señores míos, como dijo el maestro Ismail Kadaré: Podría adjudicar mi torpeza a mi actual vejez o a la olvidada juventud que aún tiembla resentida entre mis desgastados huesos.
Respuesta: Lo entendemos. Es común que la gente piense que, por tratarse de una editorial independiente panameña, no dedicamos empeño a nuestra labor. Le aseguro que no somos chambones.
Cola entre las patas: Señores míos, lo siento.
Corrección panameña: No soy plural, solo una persona.
Un tanto apenado: Perdóneme, señor.
Nueva corrección panameña: No soy señor. Me llamo Martha.
