Texto Leído en ocasión del encuentro Centroamérica Cuenta, realizado en las ciudades nicaragüenses de Granada, León y Managua.
Julio Verne en su obra París en el siglo XX retrata una sociedad regida por la técnica. En ella se arrincona a todo aquel que se obstine en ser artista. El poeta Michelle, protagonista de la historia, encuentra refugio en los márgenes, entre quienes como él, buscan espacios por los que seguir el llamado profundo de su pasión. La novela termina de un modo que a Jules Hetzel, editor entonces no solo de Verne sino de Alexandre Dumas, entre otros, le pareció exagerado y meloso, ingenuo inclusive: Michelle muere de hambre al no encontrar un espacio en tal sociedad.
No es un error preguntar por qué la literatura centroamericana sigue permaneciendo oculta al gran público lector, pero hay que ampliar la pregunta a por qué a la literatura en general le pasa lo mismo. Haruki Murakami, un escritor de ventas millonarias, es mucho menos influyente que el programa Laura o el de Caso Cerrado. Centroamérica no es un átomo en el vacío.
El diseño técnico del mundo no deja piezas sueltas. ¿Qué papel se nos destina a nosotros, los centroamericanos? ¿Qué parte del cuerpo de este monstruo como de Shelley seremos? No la cabeza. Y no se nos ha guardado el sitio del corazón, ciertamente, aunque de corazón sabemos mucho. Y es que quizás la creatura no vaya a tener corazón, tal vez han determinado que le estorba el corazón, que no son eficientes las sístoles, diástoles y emociones. Nos han reservado el papel de manos. De dedos inclusive, como dice Rubén Blades en algún coro. Y esto es más que lógico: no se puede controlar lo que no se entiende y la estrategia es mantener el control. Pero es que si hay en deber moral en cada ser humano es el de pensarse a sí mismo y no verse a través de los ojos de otro.
Ese es el lado más pesimista de esta historia. Hay una manera más alegre de interpretarla. Y es que la muerte de Michelle, el citado protagonista de París en el siglo XX, no es una derrota: es la victoria del arte. O sea, la victoria de la palabra por sobre la muerte. Y no hay arma que pueda acabar con la determinación honesta del artista.
Nos reuniremos de manera clandestina; nos animaremos unos a otros; fundaremos talleres, revistas, editoriales; caminaremos juntos; concretaremos alianzas que resistan el tiempo; y alimentaremos esto de la literatura que hagamos a oscuras, ante una luz mezquina, trasnochada. Para no matarnos en vida.
Alguna vez dije que la trama de la novela París en el siglo XX no es enteramente ficticia. Para mí, refleja los sentimientos de Verne al asumir su vocación literaria. No son nuevos los muros invisibles; han estado ahí desde siempre. Ni son exclusivos de una región. Opuestos a ellos se ha forjado el buen arte.
Venimos de países-mano, de países-dedos. Y sin embargo no son manos, y sin embargo no son dedos. Allá, en las grietas, hemos encontrado las luces de los hombres. Para no matarnos en vida.
En la fotografía aparecen en el orden usual Elena Salamanca, Julio Escoto, Ricardo Lindo, Carlos Wynter, María Eugenia Ramos, Rosa María Britton y Vanessa Nuñez Handal