Este texto se escribió para ser presentado en el Hay Forum Panamá, 2024, con presencia del coautor del libro HOTEL CHILE, Daniel Mordzinski, como homenaje al escritor Luis Sepúlveda.
En toda literatura se hallan rasgos personales del autor. En toda. Pero en poca este descubrimiento es diáfano y profundo. ¿Por qué? Porque entendernos a nosotros mismos es arduo y confesar lo que somos a los demás, sin disfraces de ningún tipo, requiere fuerza interior.
La cotidianeidad oculta lo rasposo de la vida. Vamos al supermercado y encontramos los abarrotes en las mismas ubicaciones siempre; los tomamos con rapidez, pagamos a la cajera y nos vamos. Escapar de ese círculo interminable para arañar preguntas trascendentes no es común. Por eso el buen arte es poco frecuente.
Ernesto Sábato dijo: «La ciencia es genérica y el arte es individual, y por eso hay estilo en el arte y no lo hay en la ciencia. El arte es la manera de ver el mundo de una sensibilidad intensa y curiosa, manera que es propia de cada uno de sus creadores, e intransferible». Cierro cita. El arte, pues, es asumir el riesgo de ser.
Y superado el arte individual, solitario, se encuentra, el Arte, con mayúsculas, aquel que no solo habla del autor, sino que nos lleva a comprender un poco más quiénes somos. Es el paradójico sueño de Novalis, que también habitó Octavio Paz: encontrarnos con el otro tras comprender nuestra propia unicidad, acabar siendo uno mismo y, a la vez, todos. Nuestra soledad está destinada a encontrar consuelo en otras soledades.
Leer a Luis Sepúlveda, narrador y poeta chileno, voz humana, cercana, evocadora, alcanza las notas de Arte, con mayúscula. Su relato personalísimo nos acoge a todos. Leemos en su exilio chileno nuestro propio destierro emocional, el de acercarnos cada vez más a la muerte; en la calidez familiar que envuelve a un migrante, el cariño que sentimos por nuestros hijos; en el sufrimiento de un faquir, el dolor auto infringido con el afán de agradar a otros; en un taller de espejos, el reconocimiento de un rostro universal. Cito, a modo de ejemplo, un fragmento que puede hallarse en Hotel Chile, obra que hace un homenaje póstumo al autor:
“No sé si he sido un buen padre, pero sé que he disfrutado de cada segundo junto a mis hijos, aunque también sé que debí pasar mucho más tiempo junto a ellos”.
Y nos preguntamos: ¿el tiempo que dimos a nuestros hijos fue, alguna vez, suficiente?
Como hijos, descubrimos los sentimientos de todos los hijos. Como padres, las añoranzas de todos los padres. Como personas de familia, la nostalgia que representa la soledad.
¿Qué padre no ama a sus hijos y le falla a sus hijos? ¿Cómo Luis Sepúlveda supo lo que estaba en el alma de todos? Aventuro que se miró dentro sin artificios.
En el libro mencionado, se incluye otro escrito conmovedor, Aún creemos en los sueños. Sin alardes técnicos ni tensiones fabricadas, da un golpe invisible. Fulminante Descoloca los latidos (los sueños también pueden noquearnos). Cito:
«Me considero un soñador, he pagado un precio bastante duro por mis sueños, pero son tan bellos, tan plenos y tan intensos que volvería a pagarlo una y otra vez».
Fin de la cita.
Sentimos hoy lo que sentimos, nos dice Sepúlveda, porque alguien se atrevió a soñarnos, a sembrar alegrías que después habrían de florecer. No iban a ser sus alegrías, pero sepultó las semillas en la tierra por el bien de las personas siguientes. Es una linda manera de dar sentido a nuestro existir.
Pero Hotel Chile no entraña solo el Arte, con mayúscula, del escritor. Su corazón casa, corazón condominio, acogedor corazón de habitaciones infinitas, también aloja la amistad, la de Lucho y Daniel, Daniel Mordzinski. Y quizás, como creo haber implicado, guarde todas las amistades posibles.
A la par de textos inéditos, tan bien organizados que hilan una biografía, aparecen los escenarios y personas que acompañaron a Luis en su travesía vital. Las fotografías de Mordzinski fundan realidades que no podrían verse a través de otro lente. Un París, por ejemplo, que es una interpretación sensibilísima de París. Cito:
“Algo inexplicable me decía que una porción de dicha, esa que merecemos todos, aguardaba en algún cruce de calles, en algún portal, escondidita entre los escaparates de alguna librería, entre los transeúntes que salían de las boulangeries cada uno con una baguette caliente en las manos, como si aquellas barras de pan fueran las varitas mágicas que conjuraban cualquier desgracia”.
Y entre estas líneas, Juan Gelman aparece frente a las fauces de un león de piedra, mientras Luis Sepúlveda juguetea con la cola del felino inmóvil, majestuoso. Los hijos, la compañera, los amigos; la sucesión de momentos que quedaron como estela del viaje, del vuelo hasta un lugar mejor que esta Tierra contradictoria que habitamos.
Estamos, entonces, ante el testimonio de verdades personales que comunican eternidad. Nos cuenta los días de Luis, que son, en esencia, los días de todos nosotros. Los amores de Luis y el amor. La paternidad de Luis y la paternidad. Las amistades de Luis y la amistad. Pero, también, el destierro de Luis y el destierro de las criaturas mortales que somos.
El artista asume con osadía su labor o no la asume. Y, de esa manera, como en el caso de Luis, no morirá su arte.
